Negociación y Conflicto en las Organizaciones Peruanas. Las décadas de pugna.

Negociación y Conflicto en las Organizaciones Peruanas. Las décadas de pugna.

Conflicto y Competencia

NOTA DEL AUTOR: Escribí este paper originalmente en 1991. Lo actualicé el 2001. Fue parte de una investigación que realicé en Esan con el auspicio de mi muy querido profesor David Ritchie. Creo bueno subirlo pues aunque tiene entre 20 y 30 años, hace un recuento de las décadas de pugna en nuestra historia reciente.

No existen interacciones sociales sin la presencia de conflicto. Estos son la consecuencia natural del accionar individual y social. Vander Zender define el conflicto como una forma de interacción en el que las personas se perciben a sí mismas como envueltas en una lucha por los recursos o valores escasos. Las partes en conflicto se sienten extrañas, separadas por objetivos incompatibles. Cada una de ellas ve en la otra un competidor, una amenaza, originando de ese modo relaciones de antagonismo. En vez de amoldar sus conductas con el fin de alcanzar finalidades comunes, contienden, pelean. Sus acciones y reacciones son opuestas. Cada “bando” procura dominar o por lo menos neutralizar al otro. Touzard (1981) en un nivel más amplio, que incluye no solamente al conflicto interpersonal, sostiene que el conflicto define una situación en la cual unas entidades sociales apuntan a metas opuestas, afirman valores antagónicos o tienen intereses divergentes. En este contexto, el poder que uno de ellos (individuo, grupo, organización o nación) tiene para influir el comportamiento, las actitudes o sentimientos del otro actor constituye el medio para conseguir la meta. Tanto en las relaciones entre los individuos como en los grupos sociales este proceso de pugna ocurre. Beres y Schmidt (Citado por Bonoma, 1976), dicen al respecto:

“Dado que las condiciones que generan conflictos son características intrínsecas del accionar humano se producirán conflictos no importa la forma de organización social. Una alteración de la forma de organización social sólo cambia la forma del conflicto.”

El enfrentamiento que se produce entre quienes sostienen valores e intereses divergentes o incompatibles en una sociedad parecería ser, entonces, inherente a su desarrollo y afirmación como tal, más aun en sociedades desiguales y con relaciones asimétricas de poder. El conflicto, en resumen, cumple funciones sociales positivas que consisten en permitir que un sistema social no se osifique, que cambie y refuerce los intercambios y los procesos de socialización (Touzard, p.45). Muchos autores diferencian el conflicto de la competencia definiendo a esta ultima como la búsqueda de una misma meta por dos o más actores, de tal manera que la probabilidad de que una de ellos logre la satisfacción deseada disminuye la probabilidad del otro actor de lograr lo mismo. En este caso, está ausente la necesidad de control y poder sobre la conducta del otro actor, rasgos que caracterizan las relaciones conflictivas. Al respecto, Touzard señala lo siguiente:

“El conflicto es percibido…como una situación en el que unos actores o bien persiguen metas diferentes, defienden valores contradictorios, tienen intereses opuestos o bien persiguen simultánea o competitivamente la misma meta. En cada situación, la influencia sobre el otro o el control total de la conducta del otro, son, o bien la meta perseguida o bien el medio escogido para conseguir la meta”

Así, Fink (1968), define el conflicto como un comportamiento dirigido contra la otra parte y la competencia como un comportamiento dirigido a obtener un objetivo sin interferir en la otra parte. En la misma línea, otros autores sostienen que el conflicto involucra la lucha activa y destructiva contra el oponente mientras que la competencia constituye una búsqueda de satisfacer metas que no afectan la sobrevivencia de la otra. Curle, por otro lado, define la “confrontación (como) aquella etapa en que la parte más débil en una relación no equilibrada trata de conseguir igualdad con la más fuerte a fin de que ambas puedan, sobre tal base, reestructurar sus comportamientos recíprocos”.

Las primeras experiencias de lucha gremial

En el campo de las relaciones laborales en nuestro país, los trabajadores han encontrado distintas formas de organizarse para expresar sus intereses de grupo. En el siglo XIX bajo la forma de Mutuales o Fondos de Ayuda Mutua orientados fundamentalmente por intereses solidarios y los Gremios como grupo de presión y, por lo mismo, con una proyección de acción más amplia sobre la sociedad y el estado.

Pereda en su “Historia de las luchas sociales del movimiento obrero en el Perú Republicano, 1858 –1917” (Lima, 1982), relata la explosiva reacción de los artesanos limeños, empobrecidos por la competencia extranjera, cuando el gobierno de Ramón Castilla autorizó una nueva importación de puertas, ventanas y diversas molduras. En aquella ocasión los perjudicados, ayudados por otros sectores de la población, destrozaron e incendiaron un cargamento importante de obras de carpintería importadas siendo reprimidos por la caballería. A pesar de ello, los artesanos marcharon a la Plaza de Armas y lograron hablar con el presidente Castilla quien “reconoció el pedido de los trabajadores y suspendió las medidas de importación, reiterando a la clase laboral que no las volvería a autorizar” (p.36). Al respecto, Pereda afirma que este episodio “marcó la presencia del pueblo en las luchas sociales en defensa de sus intereses e inició a la vez la creación de otras entidades gremiales con nuevos contenidos orientados a satisfacer las necesidades elementales del hombre como son las enfermedades y la muerte, aspectos que para 1859 no eran tomados en consideración por el Estado” (pags. 32-33).

Las sociedades y organizaciones mutuales que por aquella época comienzan a fundarse agrupaban por lo general a personas y gremios afines en su ocupación, cigarreros, carpinteros, peluqueros, pintores, panaderos, molineros, fideeros, por ejemplo, y sus fines iniciales avanzaron desde la búsqueda de ayuda mutua en casos de invalidez o vejez hasta el fomento y desarrollo intelectual y social de sus agremiados. Alrededor de estos nuevos grupos organizados en defensa de sus intereses emergen publicaciones que expresan tales intereses como “El Artesano” (1875), “iniciadores pacíficos del periodismo proletario en el Perú”, como los califica Jorge Basadre.

Al respecto, Pereda (Op. Cit., p. 51), cita uno de los editoriales de “El Artesano” de fecha 15 de marzo de 1887 donde, refiriéndose a las alzas de los alquileres decretados por los arrendatarios, los autores sostienen “por qué el desvalido ha de sostener con su sangre el lujo de los salones” instando a sus lectores a “emplear todos los medios a su disposición” con el fin de reprimir las tiranías y la opresión bajo la forma que se presenten. Durante esas décadas, la historia registra otras luchas, que al igual que la de los artesanos limeños de 1859, lograron en algunos casos por la vía de la protesta la atención de sus demandas. Así, en 1883 el gremio de tipógrafos logró mejorar sus salarios pero al costo de mantener una huelga por trece días. Aunque ese mismo gremio, trece años más tarde no pudo obtener nuevas exigencias salariales a pesar de una prolongada huelga de 34 días y la presencia de un Mandatario de orientación populista. Más allá de los triunfos y fracasos, lo cierto es que la solidaridad ganada y la mayor conciencia de su situación laboral renovó la idea de que sólo organizándose para la protesta podía aspirarse a mejores niveles de vida. Un caso similar ocurrió con los obreros panaderos desde su huelga de 1887 en la que lograron parcialmente la atención a sus demandas de mejor trato y mayor salario, triunfo relativo que se reflejó años después en la organización de la Federación “Estrella del Perú” que nació con una plataforma sindical que incluía la exigencia de una jornada laboral de ocho horas (Pereda, Op. Cit.).

El desarrollo y fortalecimiento del sindicalismo en el Perú

Los Sindicatos, como expresión de la unión entre trabajadores asalariados, intentan desde su nacimiento alcanzar un mayor equilibrio de poder frente a otros actores –los empleadores, las organizaciones de empresarios, el estado- como medio para el logro de metas de ascenso en su bienestar material y desarrollo individual.

Sin embargo, las “conquistas” conseguidas en ese campo por aquella época, justificadas las más de las veces por la despectiva negligencia y desatención real de los otros actores, no inhabilitaba y menos destruía a quien se consideraba la fuente de conflicto para acceder a las mejoras materiales. Por el contrario, en su momento fueron fuente de una mayor identidad y satisfacción con el centro laboral. Hacia los años cincuenta, la visión académica del sindicalismo escondía una suerte de solidaridad con un tipo de organización percibida como irremediablemente débil. Es ilustrativa la afirmación de Reder (1958) quien señalaba al respecto:

“Según la perspectiva de otorgamiento del poder al trabajador, la sindicalización es parte del intento de un grupo generalmente degradado y oprimido para hacer valer algún grado de poder y control sobre sus condiciones de vida y trabajo. Es una parte, casi invariable, de un movimiento social dirigido a mejorar los niveles de vida y de trabajo del asalariado.”

A la luz de lo sucedido en las décadas posteriores, sólo se debe afirmar que en América Latina ese movimiento se constituyó en parte sustantiva y en no pocas veces sustento y base social de plataformas políticas y decisiones de los gobiernos, como en los notorios casos de Brasil, Argentina, Chile y Perú. En Europa, el desborde del control y demandas sindicales obligó a sendas reformas laborales en Francia e Inglaterra, muy similares a las practicadas años después en Chile y Perú.

Puesto que desde sus orígenes el sector laboral organizado ha aprendido que el bienestar no le llegará utilizando vías pacíficas, no es extraño que se produjera el arraigado y extendido pensamiento de que los beneficios no se reciben sino se “conquistan” y que la presión y la confrontación eran los medios invariables para acceder a mejores niveles de vida. “Sin luchas, no hay victorias”, era, al respecto, el lema de campaña.

En ese contexto de pugna, los sindicatos se fortalecen y amplían sus capacidades de organización y movilización para abarcar progresivamente un mayor campo de acción. Se convierten en movimientos que, además, aspiran a objetivos de más amplio plazo y alcance que incluyen ya no solamente lograr intercambios más equilibrados con sus “oponentes”, los empleadores, sino una participación más activa en el desarrollo de la sociedad y la conducción del Estado. Su integración en los “partidos de masas” y los “frentes cívicos” son solo una parte de la amplia relevancia que tuvieron en el Perú hasta principios de los ’90.

El sindicalismo “clasista” que expecta el siglo XX, promueve e integra alianzas amplias con otros grupos de la sociedad que persiguen similares propósitos, incluyendo tanto a campesinos, universitarios y profesionales como a movimientos regionales y grupos políticos que tienen una visión similar de sociedad o que coinciden por razones tácticas o estratégicas con sus posiciones. En esta evolución los objetivos pasan de un conjunto de  demandas y aspiraciones de corto plazo que significaban, en la visión de ellos, la mejora de su bienestar material y el progresivo poder para influir el comportamiento de sus “oponentes”, hacia la construcción de un “poder popular” capaz de tomar las riendas del estado y transformarlo radicalmente.

Esta evolución en el Perú, como se anota más adelante, es la resultante de un conjunto de condiciones objetivas que favorecieron la fructificación de la intensa labor de organización, concientización, movilización y lucha sindical, particularmente entre 1970 y 1990.

Las Décadas de Pugna: La dimensión destructiva del Conflicto Laboral en el Perú

En la década del ochenta, 6858 huelgas afectaron el sector productivo privado del país paralizando fábricas, minas, servicios públicos, establecimientos comerciales y financieros durante 23.2 millones de días-hombre de trabajo, algo menos de 200 millones de horas-hombre. Para tener una idea de la magnitud de esa situación basta señalar que esa cantidad equivale a mantener aproximadamente 120,000 hombres y mujeres sin actividad productiva y sin ingresos durante casi un año laboral completo.

Las huelgas, sin embargo, no se extendieron con la misma intensidad y frecuencia en los distintos sectores económicos. La Minería y el sector manufacturero que empleaban por aquella época algo más del 22% de la PEA ocupada remunerada dependiente, generaban el 30% del PBI nacional  y el 65% de las divisas que ingresaban al país, protagonizaron el 60% de las huelgas y horas-hombre de paralización. Aunque estos datos reflejan con nitidez la parte más visible e inmediata de la pugna –pues además erosionaba la competitividad de mediano y largo plazos de las organizaciones y del país como destino de inversiones- son también el reflejo de las prioridades sindicales de aquella época vinculadas al forjamiento del “poder popular”.

Este momento pico del sindicalismo “clasista” peruano había sido construido con movilizaciones cada vez más intensas que, cuando eran coronadas por el éxito, las más de las veces por decisiones políticas antes que técnicas, reforzaban el aprendizaje de que sólo las luchas conducen a las victorias. Varios acontecimientos confluyeron desde los ’60 para producir estos cambios. La vieja guardia sindical, asociada desde antaño al partido aprista, vio decaer su influencia sobre los trabajadores cediendo poco a poco el paso a nuevos dirigentes que adherían otras corrientes ideológicas y estaban articulados también  a corrientes sindicales mundiales distintas. Así, el Partido Comunista que había tenido parte protagónica importante en el sindicalismo hasta principios de los años ’30, y que fuera desplazado de mando formal por las persecuciones de aquella época, retornó con una fortalecida CGTP pero en un contexto mundial que alentaba las divisiones entre los partidos ya no solamente por matices ideológicos diferentes sino por irreconciliables diferencias en el campo estratégico y táctico.

Los nuevos partidos “revolucionarios” articulados a movimientos mundiales comprometidas con el “proletariado explotado tercermundista” se mimetizaron con el sindicalismo “clasista” con el fin de convertirlo  en la base social de luchas nacionales más amplias que, poco a poco, fueron haciendo perder de vista el carácter gremial de los sindicatos. Las relaciones laborales en una buena parte de las empresas pasaron de ser solamente “no pacíficas” hacia plataformas de demandas que tenían principios e intereses estructuralmente incompatibles, base de la confrontación y el conflicto. Se extendió en las relaciones de trabajo la percepción de que trabajadores y empleadores eran “clases distintas” que debían combatirse e incluso destruirse como la única garantía para la propia supervivencia. Para ello se convirtió a las empresas importantes en la generación de divisas y en el desarrollo de la economía, en campo preferido de reclutamiento y entrenamiento ideológico y táctico así como escenario inicial de un campo de batalla más amplio que debía envolver progresivamente a otros grupos sociales bajo la premisa de que esa era la forma de “forjar el poder popular”.

Las formas dogmáticas de interpretación de la sociedad se generalizan en el sector laboral así como los métodos únicos  que harían posible “las victorias”. En los ’70 la vanguardia radical universitaria o “vanguardia intelectual” como se la conocía, se incorpora a esta corriente de manera más intensa que en el pasado y pasa de la participación en  movimientos de solidaridad a ser parte de las luchas de los sindicatos, con plataformas más amplias. Parodi (Los Sindicatos en la democracia vacía, 1988) refiere el singular éxito de las organizaciones de la nueva izquierda en ideologizar las luchas del sector laboral y penetrar sus organizaciones. Por resultar de interés transcribo un párrafo ilustrativo de esta situación:

“Las relaciones entre esta izquierda y los sindicatos fueron un tanto complejas y podrían ser descritas como de una doble instrumentalización con una concepción política bastante inmediatista, donde la toma del poder sería conseguida en plazos relativamente breves. La nueva izquierda encaraba su relación con los obreros desde una posición ambivalente. De un lado, la teoría llevaba a idealizar el rol del proletario como integrante de una clase de vanguardia. De otro lado, desde esa misma visión los obreros aparecen como masa atrasada, a lo sumo economicista, en suma carente de teoría. Organizarla desde este punto de vista, era una fuerte tarea previa para su inserción en el destino histórico previsto por el partido y que en el corto plazo se concretaba dirigiendo contra el gobierno el radicalismo de los sindicatos que controlaba… la educación clasista de la izquierda entre los obreros consistió en afirmar las diferencias y el antagonismo de los intereses entre patrones y trabajadores oscurecidos por las prácticas de colaboración del sindicalismo libre… las diferencias clasistas afirmaron en su práctica sindical que la manera de conseguir aumentos de salarios y mejores condiciones de vida era a través de la lucha colectiva” (Parodi, Op. Cit. Pp. 86-87).

Por ello, al referirse a los primeros años del Gobierno Militar 1968-1980, Parodi interpreta el conjunto de medidas dadas por ese –Comunidad Industrial, estabilidad laboral, reconocimiento y flexibilización de la sindicalización, mejora real inicial de los salarios- como la expresión de “intereses ocultos” del proyecto militar que incluían neutralizar al sector laboral y promover la conciliación de intereses, mas que como beneficios tangibles. Lo anterior explica que en los primeros años el sindicalismo clasista rechazara la Comunidad Industrial –que años después defendería y luego añoraría-, explica también el rechazo inicial a la indexación de sueldos y salarios inaugurado por el gobierno 1985-1990, que más tarde reclamara y ciertamente, en su momento, añorara con nostalgia. Explica, así mismo, el rechazo a priori las veces que se anunciaban proyectos de “concertación” como los impulsados a principios del gobierno del Arq. Fernando Belaunde por el Ministro Grados Bertorini y del gobierno del Alan García entre 1988 y 1989. El concepto que se encontraba en la base de estas negativas es que “si no es conseguido con luchas, debe ser rechazado”.

Sólo como una forma de recordar esos extremos, transcribo algunos comunicados que reproducen el estilo y el lenguaje de la época:

“LLAMAMOS A LA REFLEXION Y CONCIENCIA. Los trabajadores no tenemos porqué mendigar nada, más bien exigir y arrancar a costa de nuestras jornadas de lucha lo que nos corresponde como fruto de nuestro trabajo”. (Federación de Trabajadores de Centromin, 1989)

“Alertamos a todos nuestros compañeros de base sobre esta ofensiva de la empresa y nos reafirmamos que sólo a través de la lucha decidida y organizada de cada base por derrotar a la Empresa, al Gobierno con sus fuerzas armadas, grupos paramilitares, a la Sociedad Nacional de Minería y Petróleos para conquistar un pliego de reclamos satisfactorio”. (Comunicado, Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos La Oroya, 1989)

“La lucha tiembla, moviliza, organiza, politiza y arma y prepara” (Comunicado del PC del Perú-Sendero Luminoso, tomado de Biondi y Zapata, “El discurso de Sendero Luminoso, Contratexto educativo”)

Los Resultados del Conflicto Sindical

Los resultados visibles de la pugna, finalmente, arrojó solamente perdedores. Un estudio realizado por el autor y C. Cabanillas en 1985 (“Ingreso, Empleo y Efectividad de las estrategias de lucha sindical en el Perú”) demostró que desde mediados de los ’70 a pesar de la generalización de la lucha sindical y el  dramático incremento de las huelgas y paros, tanto el empleo como los ingresos promedio reales de los trabajadores asalariados dependientes había caído de modo sistemático y significativo, resultado paradójico sobre el bienestar material al que se aspiraba. Cruel resultante para la generalidad de los trabajadores que, sin embargo, no deslegitimó a la clase dirigente que, por el contrario, aumentó el poder real y la capacidad de alianzas para compartir cuotas de poder político.

Paradójicamente, sólo han existido mejoras reales en los salarios y remuneraciones “sin luchas, ni victorias” en los primeros años del Gobierno del General Velasco, los primeros años del Arq. Belaunde, los primeros años años del gobierno de Alan García y entre 1993 y 1997, períodos que coinciden todos con una disminución drástica de las horas-hombre perdidas por huelgas y paros, coincidentes también -en realidad resultantes- con los ciclos de expansión de la economía.

Por el lado de los trabajadores, hacia principios de los ’90, se observaban severos retrocesos en el ingreso real, las condiciones de trabajo, la seguridad social y en los niveles de empleo adecuado. El índice de remuneración media real en América Latina y el caribe 1980-1994, editado por Cuanto (Perú 95 en Números), revela para los trabajadores del sector privado peruano (Lima Metropolitana) una reducción mayor al 60% de su ingreso real en comparación con el año base 1980.

 

País

 

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990
Argentina 100 89.4 80.1 101.1 129.5 107.8 107.5 96.9 93.7 75.8 79.4
Colombia 100 101.3 104.7 110.1 118.1 114.6 120.1 119.2 117.7 119.5 116
C.Rica 100 88.3 70.8 78.5 84.7 92.2 98.0 88.5 84.5 85.1 86.5
Chile 100 108.9 109.1 97.2 97.4 93.5 95.1 94.8 101.1 103.0 104.8
México 100 103.5 102.2 80.7 74.8 75.9 73.2 72.0 71.3 77.8 79.4
Perú 100 101.8 110.2 93.4 87.2 77.6 101.1 108.9 82.1 44.8 39.1
Uruguay 100 107.1 106.5 84.5 71.1 67.3 71.7 75.0 76.0 75.8 70.4

Fuente: CEPAL, citado por Cuánto Peru95

Por el lado empresarial, pérdidas de eficiencia, productividad y reducción del nivel de inversión. La pugna y el conflicto quitaron recursos a ambos y los debilitaron frente a los nuevos oponentes: la competencia extranjera en un contexto de mercado libre.

Esta situación de caída sistemática del ingreso real continuó sin variaciones importantes hasta principios de los noventa, a pesar de las grandes e intensas movilizaciones que expectó el lustro 1985-1990. Resulta, por ello paradójico que sea  el período de desmovilización sindical, intenso entre 1992 y 1994, en el que coincidentemente empiezan a revertirse las cifras de empleo e ingreso, indicadores que mejoraron sustantivamente desde aquellas época y hasta fines del ’97.

El Profesor Roca en “Perú: destino de inversiones 1997-1998” (S. Roca y Colaboradores) incluye (p.120) un Cuadro de evolución del salario mensual en el sector privado para el período 1992-1996 que debe preocupar a las dirigencias sindicales que por estos tiempos intentan reverdecer viejas jornadas de lucha. Tomando como año base 1992, el monto promedio de los salarios de los trabajadores con negociación colectiva mejoró 72% en términos reales hasta fines de 1996, aunque disminuyó en 3% el de los trabajadores sin negociación colectiva, aspecto que debe ser revisado en el nuevo contexto que se abre para los próximos años.

¿Incompatibilidad entre sindicatos y desarrollo de la empresa?

French y Medon (1979) realizaron varios estudios que relacionaron la presencia de la organización sindical y la baja productividad. Dicen al respecto que “… en la industria del carbón… había un efecto positivo sobre la productividad para el sector sindicalizado en los ’50 cuando las relaciones laborales eran estables –bajos índices de huelgas, estabilidad interna del sindicato y reducido número de paros intempestivos- mientras que en los ’70 la productividad del sector no sindicalizado excedía al del sector sindicalizado. En las convulsionadas minas norteamericanas de los sesenta la tasa de ausentismo llegó a alcanzar 6%, tasa que se redujo a la mitad durante los setenta.

En el campo de las compensaciones, estudios realizados en otros países durante períodos más o menos prolongados demostraron que la presencia de la organización sindical permitió mejoras remunerativas importantes en sus afiliados respecto de otros grupos de asalariados que no contaban con mecanismos de negociación o alguna otra forma de concertación de sus remuneraciones. Kochan (1980) y Rees (1988) han demostrado que en la industria norteamericana los sindicatos permitieron mejoras salariales consistentes en el tiempo para sus afiliados, del orden del 10 al 20% superior con relación a los trabajadores no sindicalizados.

Otros estudios realizados en los ‘70 demostraron que una vez formado y reconocido un sindicato, las Administraciones se encontraban frente a la necesidad de fijar e incluso formalizar sus políticas de recursos humanos, especializar sus métodos para tomar decisiones y diseñar e implantar mecanismos de redistribución del poder al interior de la organización. La organización sindical, así mismo, creaba presiones internas para que las Administraciones se esfuercen por mejorar los sistemas y métodos de trabajo para mejorar la productividad con el fin de solventar los mayores egresos producidos por los incrementos salariales.

En el Perú, entre 1970 y 1990, la confluencia de diversas medidas dirigidas a proteger al trabajador con empleo -estabilidad laboral absoluta, participación en la gestión de la empresa-, el otorgamiento de mayor presencia y poder relativo a las organizaciones sindicales –flexibilización de la sindicalización en todos los sectores, apoyo de los gobiernos a las plataformas sindicales más allá de las posibilidades reales de las empresas-  entre otras, ocasionó un proceso de debilitamiento progresivo de la potestad de administración de las empresas, la reducción progresiva del tiempo útil trabajado y una caída acelerada de la productividad de la fuerza laboral. Entre otras consecuencias, junto con los paros y huelgas, se afectó la capacidad de las empresas para generar excedentes.

La presencia de la acción terrorista y el control que directa o indirectamente tenía en algunas organizaciones sindicales terminó por crear la imagen, bien ganada en esa época por lo demás, que el movimiento sindical era un obstáculo para el desarrollo de las organizaciones, más aún en un contexto de mundialización de la economía, apertura del mercado y las crecientes presiones de mayor competitividad de las empresas.

Aunque ello haya sido absolutamente comprensible para esa época, hacia el futuro esa apreciación podría no ser exacta y constituir una barrera para encontrar formas pacíficas de relación.

Cito a Hill y Trist que en 1955 sostenían que las huelgas pueden ser interpretadas como respuestas a situaciones de trabajo llenas de tensiones y, en consecuencia, ser comprendidas como funcionales a las situaciones que las precipita. El relato que hacen Krujitt y Vellinga del trabajo en las minas de subsuelo resulta patético para explicar la racionalidad de la reacción de los trabajadores a situaciones estructuralmente tensas que motivan su comportamiento de conflicto: “en las minas de subsuelo…los alrededores son oscuros, solo las entradas principales se iluminan ocasionalmente. Los trabajadores descienden a un determinado nivel: 100, 200, 400 metros en una estructura metálica abierta por todos lados. Al abandonar el socavón principal los hombres se abren camino hacia sus respectivos lugares de trabajo usando escaleras en mal estado. Un paso en falso puede significar la caída de veinte metros o más. El trabajador esta generalmente medio desnudo, parado en el agua con tan solo su lámpara de minero para señalarle el camino… la temperatura en la mina se alterna de manera errática: es usualmente fría en los socavones principales, donde se bombea aire fresco y caliente en los socavones más pequeños donde la humedad abate a los trabajadores…” (p. 78).

Aunque el anterior es un ejemplo extremo, permite reflexionar acerca de que muchos comportamientos de disputa, pugna y presión pueden reflejar acciones racionales que poseen un fin determinado como puede ser una situación estructuralmente violenta de trabajo, la desatención de las condiciones físicas en que se desenvuelve el personal con secuelas en su salud. O, en un nivel menor extremo, son reacciones esperables frente a una suspensión arbitraria, el incumplimiento de un acuerdo o de un reglamento de trabajo asfixiante. En resumen, el conflicto y la disputa no debe ser visto como la conducta irracional de una parte respecto de otra, sino se debe explorar en las raíces que la generan.

Hyman, dice “Constituye arrogancia intelectual descartar la racionalidad de dichas formas de acción, ya sea explícitamente como indisciplina sin objetivos, o militancia necia o insensata o implícitamente a través de un comportamiento tosco que trata esto simplemente como una desviación de la racionalidad administrativamente definida y excluye los propósitos mismos de los trabajadores como analíticamente irrelevantes”. Hyman también señala que “desde la perspectiva simple del pragmatismo administrativo, el aspecto clave de todas las variedades del conflicto industrial es su divergencia de la situación “normal”, en la cual los empleados asisten asiduamente a sus centros de trabajo, desempeñan sus tareas conscientemente y obedecen sumisamente las instrucciones. El conflicto representa el dejar de someterse a los objetivos y expectativas del empleador”.

Sin embargo, hacia fines de los ’80, en el Perú resultaba claro que la organización sindical, particularmente la que se definía como “clasista y combativa” perteneciente al sector moderno de la economía, era percibida como un barrera para crecer en un mundo globalizado en el que la competitividad era la llave maestra para sobrevivir en un mercado libre y sin fronteras. Las empresas perciben al sindicato como incompatible con sus planes de desarrollo por considerar que la visión de corto plazo de éste contradice la visión de mediano y largo plazos de una organización productiva. Así, las huelgas con independencia de su origen y “justificación” son percibidas en todos los casos como negativas.

Esta percepción estimuló los cambios que rápidamente se realizaron en la normatividad laboral entre 1991 y 1993, creando una situación que relativizó y en algunos casos extinguió el poder del sindicato en las organizaciones, con consecuencia dispares, como veremos, pues por un lado permitió mejoras significativas en los salarios reales de los trabajadores con acceso a la negociación entre 1992 y 1997, pero desprotegió a quienes por no poder sindicalizarse o por temor a organizarse para negociar, observaron caer sus ingresos y precarizar sus empleos.

Reconstruir las Relaciones de Trabajo

Queda en el debate, encontrar para el futuro formas planeadas, concertadas, estables y mutuamente beneficiosas de relaciones de trabajo, compatibles con un mundo que exige competitividad al máximo de las empresas, bajo pena de desaparecer.

Para hacerlo deberán reconstruirse las relaciones de trabajo. Décadas de pugna han hecho perder la perspectiva de los eventuales efectos positivos que pueden significar organizaciones sindicales capaces de trabajar junto con sus empleadores y no contra ellos.

Pero, además, lo anterior exige revalorar el rol legítimo de la organización sindical. Ciertamente, no será fácil olvidar las formas, objetivos y el lenguaje utilizado por el “clasismo” de las décadas pasadas. Pero, en un mundo hoy diferente y sin grandes diferencias ideológicas, no existe base para sostener la imposibilidad de convivencia y desarrollo compartido entre empleadores y organizaciones de los trabajadores.

En los años setenta y ochenta se ensayaron varias formas de mejoramiento de la relación entre la administración de las empresas y las organizaciones de los trabajadores. Se pretendía con ellas tender puentes entre “el capital y el trabajo” y fomentar relaciones constructivas o, cuando menos, no destructivas. A la luz de los resultados obtenidos, estas formas no redujeron el conflicto sino, como se vió, fueron utilizadas como una base de poder para impulsar la confrontación entre sindicatos y empresas. En mi opinión, esos son esfuerzos agotados que parten de la premisa que hay dos partes distintas.

Por ello, nuevas tecnologías sociales, sin excesos de protagonismo del Estado y deseablemente sin participación directa de él, deberán ser probadas en el interior de las empresas por los propios actores de la competitividad.

En 1994 bajo el título de “Estrategias de Recursos Humanos en el nuevo contexto” (InformEsan, julio-agosto, 1994), afirmé que “…nuestra fuerza laboral posee fortalezas de entrenamiento, experiencia y trayectoria de identidad básica con sus centros laborales que pueden permitir a los empleadores desenvolver estrategias concurrentes de reducción de costos, aumento de la productividad y mejoras de la calidad. Sin embargo, para lograrlo es necesario un sólido compromiso y liderazgo del equipo ejecutivo y la modificación de sus prácticas de administración de recursos humanos, pues son estas las que facilitarán llevar a la práctica y mantener constantes las ventajas competitivas».

“Nuestros recursos humanos necesitan creer en el futuro y ello es posible cuando tienen líderes capaces de inculcarles el valor de que dirigentes y trabajadores constituyen, juntos, la base para la construcción del futuro pues en un mercado de muchos competidores el oponente no está dentro de la organización sino fuera de ella”.

Considero vigentes estas afirmaciones a estas alturas de nuestro desarrollo. Pero, ahora, se plantea como un reto dramático para una sociedad que ha perdido confianza en sus dirigentes. En un contexto en el que no es improbable que se origine un proceso de desembalse de demandas que presionarán por salidas que podrían ser irreales y erosionantes para el mediano plazo, ponerse a trabajar de inmediato en este tema será una buena forma de comenzar.

 

Lima, enero, 2001

 

ootoya@esan.edu.pe

 

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