Acabo de leer que “El presidente de la Comisión de Trabajo y Seguridad del Congreso, Justiniano Apaza, informó ayer que en sesión extraordinaria se aprobó por unanimidad el proyecto de ley que regula la negociación colectiva en el sector público con el objetivo que los trabajadores puedan negociar con el Estado sus incrementos salariales” (El Comercio, 28 de noviembre, 2017)
De inmediato se activaron esas alertas automáticas que desarrollamos las personas que han dedicado una buena cantidad de años a negociar y resolver conflictos con poderosos sindicatos, en mi caso, los de minería en los ochenta y de construcción durante la década pasada.
Sin duda este “saber” “de primera mano” usualmente confiere ventajas, pero también irremediables sesgos más que actitudinales, que pueden ser domeñados, cognitivos, que son los más peligrosos pues afectan la comprensión e interpretación de los hechos. Por ello, pido anticipadas disculpas si mi cerebro privilegia unos sobre otros, sin razón sólida.
Cuando uno evalúa desde esas reacciones automáticas los factores que hoy operan, la primera respuesta es de temor y la segunda es preguntarse muchas cosas. ¿Se encuentra preparado el Estado para negociar, sea el Gobierno Central o sus gobernantes regionales? ¿Serán negociaciones simétricas en la que ambas partes tendrán similares oportunidades para hacer comprender y, eventualmente, hacer prevalecer sus razones? ¿Se está levantando una compuerta sin conocer el tamaño del caudal acumulado? ¿Se ha estimado adecuadamente el probable impacto negativo sobre los ciudadanos y en general las Comunidades, del conflicto derivado por eventuales desacuerdos? ¿Alguien ha hecho números para saber si el Estado podrá honrar aquellos acuerdos firmados bajo presión?
El Estado es, como negociador, mucho más débil que en el pasado. En los últimos años ha dado suficientes muestras de no saber resistir la presión, anticipar los conflictos ni gestionar adecuadamente las controversias, menos cuando el conflicto es extendido y la confrontación es abierta. El Estado como contraparte es más sensible a la presión de los grupos de interés, la arenga con altavoz, el despliegue informativo de los medios y el juicio y cansancio de la opinión pública cuando no resuelve. El Estado incorpora cálculos clientelistas en las opciones que maneja, se mueve con lentitud, carece de cuadros con habilidad y experiencia negociadora en conflicto social y, cuando los encuentra, no parecen tener la autoridad suficiente para decidir y resolver. No es raro que, cuando encuentra esos cuadros otras instancias mayores desoigan sus consejos pues, cuando el Estado negocia, los interlocutores son múltiples. Pero, además, el aparato estatal es altamente sensible a su sobredimensionado capital humano: hay mucha gente en la puerta de acceso a sus servicios que intermedia y pone en cola los requerimientos de las Comunidades. El gobierno electrónico y el “sírvase Usted mismo” utilizando la Web aun es un sueño lejano para los ciudadanos. Más lejano es aún reducir los miles de procedimientos y decenas de instancias que se ha dado el laborioso trabajo de crear y que requieren la atención de cada vez más gente que los “gestione”. Por eso, cualquier paralización afecta a los usuarios y clientes mucho más de lo que se observa en una empresa privada de servicios. Algo más, cuando el Estado resuelve con firmeza y autoridad, siempre existirá alguna instancia que le enmendará la plana.
El Estado es un negociador tan peligroso como impredecible y eso es lo primero que debe preocupar pues permite anticipar que las pugnas no siempre serán resueltas en favor de la sociedad ni guardarán un razonable equilibrio con lo que la economía y los presupuestos pueden soportar. A largo plazo, eso perjudicará a todos.
La otra parte, los sindicatos y todos aquellos que conducirán la negociación en nombre de los trabajadores, está y estará conformada por personas “forjadas en la lucha”. No guarda las “formas” que el Estado se encuentra obligado a respetar. Sus protagonistas tienen imaginativas y múltiples formas de extender el conflicto y afectar a la sociedad toda: bloqueo de carreteras, marchas que inundan las calles principales, suspensión de servicios vitales para la población, provocación a la agresión para lograr “víctimas”, por mencionar sólo algunas de esas formas. Pero, además, esa parte se mueve con rapidez, es hábil para comunicar y, sobre todo, sabe que el Estado es proclive a pagar, aunque no se trabaje. No hay, entonces, mucho que perder, aunque si mucho por ganar, lo que es y será un incentivo perverso para extender el conflicto incontrolado, puerta de acceso al caos y a la anarquía.
Un poco de historia. Los ´80 fueron años de gran movilización sindical. 6,858 huelgas afectaron el sector productivo privado del país paralizando plantas, fábricas, servicios, establecimientos comerciales y financieros durante 23.2 millones de días-hombre de trabajo. Para tener una idea de la magnitud de esa situación basta señalar que esa cantidad equivale a mantener aproximadamente 120,000 hombres y mujeres -trabajadores activos todos- sin labor productiva y sin ingresos durante casi un año laboral completo.
Fue una década violenta marcada con sangre por la acción de los grupos terroristas cuya estrategia apuntaba a alinear a los sindicatos, presionándolos directa e indirectamente para que eleven su nivel de “combatividad”, se desprendan de sus orientaciones “economicistas” y “asuman” un “rol revolucionario” en forjar la “nueva patria” (entrecomillados son del autor). Lo ocurrido en los ´80, fue la primera culminación de un proceso de copamiento de los sindicatos, iniciado a mediados de los ´60 y fortalecido a principios de los ´70 cuando el gobierno militar extendió y promovió la formación y reconocimiento de sindicatos para crear una Central “propia” de trabajadores que se convierta en la base popular organizada que necesitaba para sostenerse. En un entorno tan favorable, la autodenominada élite intelectual salida de las universidades, y en particular aquella que creía que la “base de poder” se podía construir desde los sindicatos y las “organizaciones sociales populares” (a diferencia de otros que creían que esa base debería ser el “campesinado”, entre ella el PCP Sendero Luminoso) encontró su “edad de oro”. Creo que, ingenuamente, muchos no están reparando que este incentivo que abre la pretendida ley equivale a lo que, en su momento, hizo el gobierno militar para lograr una mayor base popular, aunque, ahora, los beneficiarios no estarán en el lado del Estado sino serán los grupos radicales que tendrán el escenario propicio para fortalecer su presencia, o, incluso, reverdecer viejas ilusiones, esas que destruyeron parte de nuestro país. Los “beneficios” que se puedan obtener los pagaremos todos, incluyendo a los propios protagonistas que, a la larga, generarán un Estado menos competitivo y con menores recursos para impulsar la inversión en infraestructura, servicios, modernización, pero también pagar adecuados sueldos y poder honrar pensiones.
Existen innumerables estudios que han demostrado que la extensión del conflicto sindical en el Perú se encuentra en la base de la pérdida sostenida del ingreso real promedio que la población tuvo a principios de los ´60. La confluencia de factores negativos que experimentamos en los planos político, social y económico desde los ´70. generó que, a principios de los noventa, el ingreso real promedio de la población laboral formal fuera casi la tercera parte de la de apenas dos décadas atrás. Resultado cruel y paradójico para quienes impulsaron la extendida creencia de que “sin luchas, no hay victorias” y que la sábana puede ser estirada sin límite alguno.
En mi concepto, la organización sindical no se ha alineado con los tiempos modernos, capaz porque sigue dominada por los conceptos que fundó esa élite intelectual que desde los ´70 se apropió e instrumentalizó las muchas veces justas demandas de los sindicatos. Élite que pensaba que los sindicatos y sus agremiados conformaban una “masa” economicista y sin rumbo a la que había que “darle” dirección pues debía -aunque no lo sabía- ser preparada en la lucha y ser protagonista en la “toma” del poder, situación capitalizada por el terrorismo con su extendido eslógan «la lucha moviliza, tiempla, arma y prepara» que puso en tinieblas el futuro del Perú.
También dice la historia que en los 90`, cuando se modificaron muchas de las condiciones que desde los años 60` modelaron y exacerbaron el conflicto en el interior de las organizaciones se observaron cambios tan significativos como interesantes. El 2001 revisé y actualicé las cifras de un estudio que realicé en 1991 -particularmente de ingreso y empleo y sus relaciones con las horas perdidas por paros y huelgas- encontrando cambios relevantes que no me sorprendieron. Mientras que el estudio original encontró curvas que se cruzaban y reflejaban una correlación inversa entre crecimiento económico y extensión del conflicto sindical con la mejora del ingreso y del empleo en el Perú -en términos simplificados a mayor conflicto, mayor caída del ingreso real y más desempleo- en los 90` la relación se había modificado de manera sustantiva: a menor conflicto, más crecimiento del ingreso real y mejora significativa de la tasa de empleo. Esta tendencia se fortaleció en el siglo XXI. Para ello, bastará revisar las cifras de ingreso real, tasa de empleo y sus relaciones con el nivel de conflictividad sindical que hemos visto hasta escasamente hace dos o tres años.
Creo firmemente en el derecho a organizarse sindicalmente y actuar en defensa de los intereses de los agremiados. La historia, sobre todo la de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, nos habla de Sindicatos que, desde su primigenia formación como asociaciones mutualistas y gremios de apoyo entre los trabajadores, permitieron alcanzar un mayor equilibrio de poder frente a otros actores –los empleadores, las organizaciones de empresarios, el Estado- como medio para el logro de metas de ascenso en su bienestar material y desarrollo individual. Los Sindicatos son instituciones que permiten equilibrar la despectiva negligencia y desatención real de algunos empleadores. Pero ahora, puede mirarse a la generalidad de las empresas medianas y grandes del Sector privado y se encontrará en muchas de ellas que la gente es lo primero. No se puede hablar lo mismo de muchas de las instituciones que conforman el Gobierno central o las instituciones Regionales y Locales.
Estudios realizados en los ‘70 demostraron que una vez formado y reconocido un sindicato, las Administraciones se encontraban frente a la necesidad de fijar e incluso formalizar sus políticas de recursos humanos, especializar sus métodos para tomar decisiones y diseñar e implantar mecanismos de redistribución del poder al interior de la organización. La organización sindical, así mismo, creaba presiones internas para que las Administraciones se esfuercen por mejorar los sistemas y métodos de trabajo para mejorar la productividad con el fin de solventar los mayores egresos producidos por los incrementos salariales. Gran parte de las organizaciones privadas que han progresado, hoy, ya lo han hecho. El Estado, en cambio, aún está muy lejos de lograrlo. Esta será una situación que, de mantenerse, convertirá a las negociaciones en “luchas sin cuartel”
El Estado debe pensar, primero, en cómo mejorar las condiciones en que contrata, remunera y promueve la carrera interna pero también en formas orgánicas de diálogo dirigidas por actores confiables. Eso, tal vez, será una mejor respuesta a deber negociar periódicamente y actuar presionando por la fuerza del conflicto. El Estado tendrá que prepararse a fondo antes de lidiar con decenas de pliegos petitorios cada año que, pronostico, desembocarán en huelgas y paros no carentes de violencia.
Mi impresión es que no se han evaluado todas las consecuencias que este Proyecto de Ley -con toda la cara de hacer (ingenua) justicia- puede tener sobre el futuro del país. Reflexionemos y leamos nuevamente la historia para balancear lo que parece justo para unos, pero peligroso, tal como están las cosas, para nuestro futuro como sociedad.
Lima, 28 de noviembre, 2017